Parte 1
No llevo ya la cuenta de las veces que he pronunciado esta conferencia en los últimos seis o siete años.
Pero nunca ha sido exactamente la misma. A medida que ha ido transcurriendo el tiempo, me he visto obligado a corregirla para pintar la realidad con tintes más y más oscuros. La versión que incluyo a continuación, notablemente actualizada, es la que utilicé el pasado 26 de octubre en Valencia en la conferencia inaugural de la sede de «Ca Revolta».
«Medios de comunicación y pensamiento único».
¿Qué es eso del pensamiento único?
Algunos damos ese nombre a la ideología del neoliberalismo económico. Una ideología que defiende no ya la supremacía de la propiedad privada, sino su superioridad moral; que es hostil por principio a la intervención del Estado y a la regulación de las relaciones sociales y que ve con entusiasmo y patrocina el actual proceso de globalización de la economía, en la que él mismo participa.
Aunque sus consecuencias principales se expresen en los planos económico y social, el pensamiento único no sólo tiene recetas económicas: es toda una concepción del mundo, que entroniza el individualismo más exacerbado y recela de cualquier planteamiento colectivo. Luego volveré sobre esto.
El pensamiento único es una ideología, un modo de ver la realidad política, económica y social, pero se niega a presentarse como tal. Aquellos que lo sustentan no creen que el suyo sea un modo de ver el mundo, sino el único modo sensato de verlo. Para ellos, quien no considera la realidad a su manera es, sencillamente, o un idiota o un insensato, si es que no un embaucador.
Los medios de comunicación están, prácticamente en su totalidad y a escala internacional, dominados por el pensamiento único. Lo cual no quiere decir que sean clónicos. Como más tarde analizaré, hay diferencias que los separan, en buena medida determinadas por sus diversos planteamientos empresariales. A lo que me refiero es a que su ideología de fondo ha alcanzado un grado de homogeneidad desconocido en el pasado. Una homogeneidad apenas separada no ya por intereses de clase contradictorios, sino incluso por intereses nacionales en conflicto.
Pero, para llegar a la situación actual, ha sido necesario recorrer un largo camino. Para llegar a lo superlativo, ha habido que pasar previamente por lo grande.
Antes de abordar la actual situación de los medios de comunicación a escala internacional, y para poder entenderla, me parece necesario empezar por analizar cómo son los elementos que la constituyen, esto es, los medios de comunicación concretos, y de qué modo éstos crean una situación que enmarca y en buena medida condiciona la labor periodística.
Lo haré ateniéndome a la realidad que mejor conozco: la de la prensa diaria escrita. Tanto la prensa que sigue otra periodicidad, como la radio y, sobre todo, la televisión, tienen sus propios problemas específicos, si bien es cierto que la gran mayoría de esos problemas reproducen y multiplican los del periodismo diario escrito.
Iremos, pues, de lo particular a lo general; de la célula al cuerpo.
¿Qué es un periódico? Un periódico es, antes que nada, una empresa. Algunos periodistas y muchos lectores tienden a menospreciar esta realidad. Imperdonable error. Una empresa periodística próspera puede hacer un mal diario –burocrático, aburrido, sin chispa: ha ocurrido, ocasionalmente–, pero una empresa periodística deficiente jamás podrá sustentar un buen diario: algo antes o algo después, lo hundirá.
De modo que la condición primera de un periódico –es decir, su primer condicionante– le viene dado por la prioridad que debe conceder a los criterios empresariales.
Es cierto que ha habido y hay periódicos que ponen por delante otros criterios, diferentes de los empresariales. Algunos son partidistas, lo que les proporciona fuentes de ingreso atípicas. Es el caso, entre nosotros, de Avui, Deia y Gara. No es que a éstos no les importe vender, pero tampoco ése es para ellos el factor decisivo.
Hay otros periódicos no partidistas, pero sí explícita y voluntariamente militantes, que se conciben a sí mismos como complementarios. Son diarios que funcionan con muy pocos medios y que, por tanto, no están en condiciones de atender las necesidades informativas de su público lector, que se ve obligado a comprar algún otro periódico.
La experiencia demuestra que estos periódicos tienden a ser efímeros. Porque, o funcionan bien, o funcionan mal. Si funcionan mal y acumulan pérdidas, acaban cerrando. Fue el caso, en España, del diario Liberación. Y si van bien, rara vez se resisten a la tentación de abandonar ese terreno marginal y entrar en competencia con los grandes periódicos. Fue el caso, en Francia, del diario Libération. Pero esta evolución no es obligatoria: en Alemania sigue existiendo el Tage Zeitung, aunque desconozco en qué condiciones en los últimos tiempos. En todo caso, se puede afirmar sin miedo a equivocarse que esas experiencias son ya meras reminiscencias del pasado. Las posibilidades de sacar hoy en día con éxito un diario independiente son mínimas, por no decir nulas. También sobre esto volveré más tarde.
Un periódico vive –cuando vive– de sus lectores y de la publicidad. Vistas las cosas superficialmente, podría decirse que vive sobre todo de la publicidad, dado que ésta proporciona ingresos más limpios que la venta en kiosco, que hay que repartir con el kiosquero, el distribuidor, etc. Pero la publicidad, con la parcial excepción de la institucional, en realidad también depende de los lectores: los anunciantes acuden más prestos a los periódicos que tienen más y mejores lectores (entendiendo por mejores los que lo son para los anunciantes, que prefieren lectores con mayor nivel adquisitivo).
Lo que nos lleva a otras dos conclusiones: primera, que como suelo decir de modo deliberadamente brusco, el periodismo es ese trabajo que se hace en los huecos que deja libre la publicidad; y segunda: que no tiene nada de sorprendente que los periódicos muestren una tendencia casi biológica a no contrariar excesivamente a los grandes anunciantes (en el caso de España, El Corte Inglés y los grandes fabricantes de automóviles, sobre todo).
La relación de los periódicos con los lectores es relativamente compleja. Sobre todo la de los grandes periódicos.
Los lectores condicionan también el periódico. Cada periódico tiene un determinado público y está obligado no sólo a dirigirse a él, sino también, en términos generales, a contentarlo. No puede contrariarlo sistemáticamente, porque corre el riesgo de que lo abandone. Cada periódico sabe qué público es el suyo: a qué clases sociales pertenece y en qué proporciones; qué querencias ideológicas y políticas predominan en él, etcétera. El periódico influye sobre sus lectores, pero los lectores ponen también límites a su periódico.
En una sociedad como la española, el público de prensa de información general –digo de información general: no olvidemos que el diario español de más venta es Marca– admite subdivisiones. Como se sabe, en nuestro país se han consolidado tres grandes periódicos de difusión estatal: El País, ABC y El Mundo. Los tres tienen un público asentado básicamente en las clases medias y medio-altas. Se trata, en consecuencia, de un público que, en términos generales, goza de una buena posición económica. El público de ABC es de más edad, y el de El Mundo, mayoritariamente más joven. Pero las mayores diferencias entre los lectores de estos tres periódicos no están ni en el plano sociológico ni en el de la edad, sino en el político. Los de ABC se identifican mayoritariamente con la derecha más tradicional, heredera del franquismo. Los de El País simpatizan con el centrismo de corte felipista: un centrismo que se obtiene mezclando derechismo político y hábitos culturales de izquierda. Los de El Mundo procedían sobre todo, hasta hace unos años, del centrismo antifelipista. Ahora tiene también muchos pertenecientes a la nueva derecha, simpatizante del ala menos vetusta del PP.
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